n la plataforma de la estación de Limoges, un joven se hizo cargo de nosotros cuatro diciéndonos que nos acompañaría pero, que en ningún caso, y sucediese lo que sucediese, no debíamos reconocer o su presencia o que le conocíamos.
Este joven perteneció al "Grupo Garel"—nombrado por un tal Grigori Garfinkel, alias Georges Garel, famoso por su coraje y su audacia.
Garel había sido seleccionado por el organismo clandestino francés para organizar estas misiones de contrabando de seres humanos por cuenta del OSE.
El tren estaba lleno de soldados alemanes de la Wehrmacht en sus uniformes verdes grises.
Comieron de ese pan tan delicioso—ese pan de centeno llamado "Bauernbrot"—ese mismo pan que me gustó tanto hace como un millón de años en la cocina de mi abuela Regina, en Becherbach.
Haber tenido que estar sin pantalón no habría sido un sacrificio demasiado grande para tal placer.
Intenté lucir lo más hambriento posible con la esperanza de que compartieran su alimento—por supuesto, no lo hicieron.
Contrabandear estos dos niños con sus falsas y mal hechas tarjetas de identificación, con estas dos semitas que parecían tan inocentes que obviamente debían ser culpables de algo, a través de tantos alemanes necesitaba gran coraje.
Ernest pasó la mayor parte del viaje corriendo, sin parar, del frente a la parte trasera del tren; la dedicación maternal de las voluntarias del OSE, encima, bajo del techo, en el edificio del castillo del Masgelier había resultado en un milagro; como por encanto, mi hermanito Ernest era de nuevo el bravucón de siempre.
Al oír la lengua gutural de los soldados, de repente me acordé a donde había visto a esas dos muchachas; habían sido caricaturas en el periodicucho de los nazis, "Der Stürmer" el cual había sido fijado en una caja con cristal a través de la calle de nuestra casa en Becherbach, hace tanto tiempo, y fueron designadas para incitar al populacho a odiar a los judíos.
Tuvo sentido perfecto ya que un simple granjero alemán de un pueblecito no sabría identificar lo que llamaban un infrahumano, a menos que alguien se tomara el trabajo de inculcarle el odio étnico.
El viaje se terminó sin problemas aunque era un puro infierno estar sentado, muerto de hambre, cerca de estos glotones teutónicos, mientras que ellos se rellenaban las panzas.