Para nuestra gran desilusión, nuestros padres no viajaron a través la mitad de Francia para recogernos ya que, a lo mejor, no tenían con que pagar un tal viaje, habiendo perdido totalmente todo de sus recursos.

Te Deum

La buena señora Sabatier encargó a otro joven, Egon, un austríaco previamente cabrero en una granja vecina y el cual, al cumplir sus 17 años, se había marchado con los ilegales en el bosque, dejándome a cargo de sus cabras. Me acuerdo que su maestro era un gran entusiasta de cazar así que en su casa se comió principalmente carne de ardilla en una salsa de vino tinto—un poco fuerte de gusto pero mucho mejor que los champiñones fritos al ajo de la bruja.

Egon nos acompañó hasta la ciudad de Lyon a donde nos dejó en un gran salón—una especie de estación-centro de clasificación para almas perdidas tratando de reorganizarse y de contactar sus familias.

Una voluntaria se apiadó de nosotros niños en la mitad de esta muchedumbre de adultos y nos llevó a dar una vuelta en la parte vieja de la ciudad, la parte antigua conocida por los romanos por su nombre latino de Lugdunum. El piso del salón estaba lleno de viejos olorosos colchones sobre los cuales esta multitud trataba de dormir, de comer, de orar, de amarse, y de guardar sus pocas pertenencias, en resumen trataban de reconstruir sus futuros, sus vidas. Nos quedamos allí el tiempo para nuestros guardianes organizar nuestro viaje, nada fácil considerando el jaleo que reinaba en Europa en estos tiempos, en este país recién liberado, tratando de reinventarse y de reorganizarse.