a vieja tenía una lámpara de minero—una de estas consistiendo de dos cilindros conectados—el de encima lleno de agua la cual, al gotear sobre unos pedacitos de carbonato de calcio, se cambió en gas etileno el cual, al escapar del cilindro por un agujerito y al ser encendido, daba una luz pálida.
El peligro de una explosión y el costo del carburo hicieron que su uso fuera muy raro. La vieja bruja no quería que otros se dieran cuenta de nuestra miseria y, aunque analfabeta, no era tonta y, temiendo el contenido posible de nuestras pocas cartas, controlaba lo que nosotros escribíamos a nuestra tía Alma.
Cada vez que habíamos escrito unas líneas, nos pedía leerlas en alta voz y se acordaba de cada palabra que nos había dictado, típicamente lo siguiente: "Tomo un descanso de mis trabajos para decirte que estoy bien y espero lo mismo de ti etc. etc." Probablemente que ella había aprendido estas frases de sus niños, los cuales habían aprendido algo en la escuela del pueblecito. La señora de la OSE, en sus periódicas visitas, se llevó las cartas para echarlas al correo.
El problema más importante era el hambre constante, ya que nos dio a comer lo que había—castañas en la temporada de otoño, papas y trigo cocinado en suero de leche de cabras—es decir en casi agua. En la primavera, una vez nos dio un poco de carne de cabrito; a veces había pedazos de pan negro de castañas y en otoño, champiñones silvestres los cuales, fritos en aceite con ajo eran deliciosos y substituían a la carne.
Los quesos de cabra los dio a la panadera de la villa en trueque para aceite de oliva. Las dos vacas, sirviendo de animales de tiro, no daban leche.
De vez en cuando nosotros sacamos un queso del baúl de madera de su cama; aunque delicioso, lo malo era que no era suficiente para alimentar a dos jóvenes.