as dueñas de nuestro hogar, las "demoiselles" Marthe y Helène, habían sido maestras de escuela y, aunque el año escolar había ya empezado, gestionaron que se nos admitiera en la escuela de niños del pueblo. Allí fuimos asignados en la clase de nuestra muy querida, inolvidable y buena maestra, la señora Antoinette Prot la cual nos acogió cariñosamente, a pesar de nuestra incapacidad para comunicarnos en este nuevo idioma; una enorme diferencia al tratamiento barbárico al que me sometió el maestre en Luxemburgo.
Un par de meses después de nuestra llegada, su esposo, el Sr. Raymond Prot, regresó de su servicio militar y se reintegró a su puesto de director de la escuela. Ambos se aplicaron en enseñarnos este nuevo idioma, haciéndonos leer libros de la biblioteca escolar, "Alicia En el País de las Maravillas," las aventuras de Julio Verne" y las epopeyas de Alexandre Dumas y de Víctor Hugo, mis grandes favoritos.
En corto plazo, bajo el tutelaje de este maravilloso par de educadores, aprendimos a dominar el lenguaje francés de tal manera que nadie nunca, ni una sola vez, cuestionó nuestra supuesta identidad francesa que figuraba en nuestras falsas cédulas de identidad. Sin embargo, fuimos diferentes de los demás estudiantes ya que no fuimos a las clases de catecismo en la iglesia del pueblo aunque nunca olvidamos saludar al padre con el ritual "Buenos días, señor cura" cuando nos encontrábamos con él en la calle. De todas formas, no parecía que le importara a nadie ya que nunca se hizo una observación o comentario al respecto.